Espigado, ingenioso, enseña Filosofía contemporánea en la U. de Granada. Sus clases son certeras y apasionadas, transmiten la idea de que la Filosofía es algo importante. Acaba de publicar “El Ocaso de Occidente” en la editorial Herder, desarrollo de su anterior libro “El ser errático”, pero de lectura independiente. “Movimientos filosóficos actuales”, una de sus más reconocidas obras hasta el momento, es ya un manual imprescindible en todas las asignaturas de Filosofía reciente. Un manual preciso, sintético y contundente, difícil de superar.
Si no lo conoce, recopile toda la filosofía que haya aprendido hasta el momento y láncese a por un libro suyo.
Hoy tenemos la suerte de hablar con él.
Anticípanos un poco. ¿Qué vamos a encontrar en tu libro El Ocaso de Occidente? Y… ¿a quién se lo recomendarías?
Antes de nada desearía expresarle, así como a Librería Babel, el interés por este texto y la ocasión que se me ofrece para referirme a él, ya desde la distancia que supone haberlo terminado y en un lenguaje más cotidiano.
Quizás convenga recordar primero lo que el lector no va a encontrar en ese libro. No va a encontrar nada que le sea ajeno. Pues todos somos filósofos, un niño, un carpintero o un profesor de matemáticas, por ejemplo. Si el lenguaje que emplea parece complejo es sólo porque nos encontramos en una sociedad en la que priman las prisas y el ajetreo vertiginoso. Basta con demorarse un poco, con tener conciencia de que ningún libro filosófico puede ser leído a la carrera, para que aparezca como algo normal y no como una cuestión de iluminados o de grandes especialistas. Tampoco va a encontrar el lector algo así como la verdad. De ese mito se ha liberado ya el pensamiento filosófico. Se trata de una interpretación sobre cómo van las cosas, así de sencillo, una interpretación, por lo demás, tan frágil como cualquier otro punto de vista.
Dicho esto, creo que lo que el lector puede encontrar en el libro es, en primer lugar, lo que puede encontrar en cualquier texto de filosofía: un modo peculiar de afrontar problemas que nos conciernen a todos y una incitación a la reflexión. La filosofía comienza interrogando y, al hacerlo se da cuenta de que aquello por lo que se pregunta presupone otra pregunta y esta última una más (así sucesivamente), de modo que en el mismo instante en que interroga se percata de que ha abierto un campo problemático muy amplio y complejo. Quizá sea esa una de las peculiaridades más difíciles de aceptar de lo filosófico: nos obliga a detenernos, en el bullicio inflado y artificioso en el que nos encontramos presos, y a injertar un problema concreto en un vasto campo de cuestiones coimplicadas o subyacentes. En ese sentido, el libro invita a ampliar la mirada sobre lo que nos ocurre en el presente, a salir de lo inmediato y (aparentemente) más urgente —que fluye a gran velocidad en los medios de comunicación y en la conversación excesivamente apresurada. Invita, pues, a la demora que es necesaria para situarse en un espacio más abarcante y más enigmático. Simplemente con esto, creo, el lector estaría rebelándose contra el mundo que nos rodea, un mundo que se está convirtiendo, a marchas forzadas, en un tráfago desenfrenado que lo devora todo y lo convierte en mercancía consumible en el acto.
Logrado este posicionamiento, con el que el autor ya se sentiría muy satisfecho, el lector encontrará una interpretación de nuestra crisis y la posibilidad de opinar, aunque sea contra la tesis del texto, de modo filosófico, siendo él, como he dicho, un filósofo, ocupe el lugar que ocupe en nuestra sociedad. Y dicha interpretación podría ser resumida del modo siguiente. Nuestra crisis no es meramente económica y política. Es de carácter espiritual. Este término —espiritual— no tiene nada de esotérico o místico. Lo espiritual es el conjunto de valoraciones, tendencias, visiones de la realidad, etc., que invisiblemente están presentes en una comunidad, porque son propias de la cultura sobre la cual se edifica dicha comunidad. En una cultura se está hundido, a ella se pertenece, se quiera o no. Es el suelo sobre el que caminamos. Y precisamente es ese suelo el que menos parece importarnos hoy, porque lo más próximo (tal fondo cultural) se nos ha convertido en algo lejano, apareciendo únicamente en el mundo privado: en las opiniones entre amistades o en la intimidad de la soledad. Pues bien, lo central del libro consiste en un esfuerzo por reencontrar tal subsuelo, o mejor, por re-encontrarnos en lo esencial y más básico que nos constituye y que somos. La cultura, tal y como la estoy tomando, es el alma de una civilización. Un tipo de política, un modo de economía, un circuito de sucesos observables cualquiera, son expresión de un modo de estar en el mundo, de un modo de ser, y eso es el trasfondo cultural de una época, de una civilización. Sin embargo, ya no parece que habitemos en ese trasfondo, sino que estemos alojados dispersamente en diversos ámbitos que se han separado de él, como vapor, y que, autonomizados, parecen poseer el principio de su movimiento en ellos mismos, en el parco espacio atómico que ocupan: educación, salud, trabajo, ideología, etc. Esa ausencia de interés realmente intenso por indagar el subsuelo cultural, en este caso de Occidente, es efecto de un tipo de poder o dominio más peligroso que el expresamente visible en la multitud de órganos de decisión de nuestra sociedad; es un poder invisible: el que hemos creado todos sin darnos cuenta a lo largo de decenios; un poder anónimo: el que nos hace olvidar, inercialmente, nuestro arraigo en ese movimiento viviente de la cultura que hace ser a una comunidad de un modo y no de otro. En este sentido, me consideraría ya muy satisfecho si esas páginas del texto logran poner en cuestión el desarraigo que padecemos respecto a la cultura así entendida.
A primera vista, el lector hallará en el libro una mirada de pesadumbre y de escepticismo pues se sostiene en él que nuestra cultura occidental está enferma y que sufre un gigantesco malestar clandestino. En definitiva, Occidente, que ha creado tantas cosas maravillosas, está en su ocaso. Y al final, espero que el que se aproxime al escrito, no tache esta tesis de catastrofista. Se trata de ser realistas, de mirar de frente a ese fondo cultural en ocaso, el cual, como he intentado mostrar en el último capítulo, no constituye un destino inexorable. Más allá de la primera impresión, el libro intenta poner de manifiesto que en el ocaso irradian también luces de aurora. Con esto creo que contesto también a la segunda pregunta. No recomendaría sino que, más humildemente, invitaría a leer el libro a cualquiera, por ser filósofo aunque no lo sepa todavía, con la esperanza de que aprecie en él procesos que caminan con patas de paloma, silenciosamente, y que nos tienen maniatados. Lo recomendaría, eso sí, a la mayoría de los políticos y gestores que nos gobiernan, pues la actualidad pone en claro que no comprenden aquellas tendencias y fuerzas de fondo que los gobierna también a ellos y les hace creerse soberanos, cuando son simplemente vasallos inconscientes.
¿En qué consiste ese Ocaso?
Aquí ya entramos en materia, como se suele decir. Habría que señalar, en primer lugar, que un ocaso no es una decadencia. Decir decadencia es presuponer —como creo que hace Spengler en La decadencia de Occidente— que una civilización (con la cultura que la alimenta) nace, crece y luego sucumbe envejeciendo, que tiene un origen bien definido y un trayecto semejante al de un ser biológico. Una civilización posee mil hilos que la conforman, trenzados entre sí, sin un centro fijo. Sin un origen único y determinable, se mueve, se expande: deviene. Estando en devenir, puede brillar durante determinado tiempo o en determinadas estancias de su discurrir. Y puede eclipsarse. Que Occidente esté en su ocaso significa, pues, que su potencia se eclipsa, no porque envejezca, sino porque algo está pasando en su discurrir.
Puesto que el devenir o el discurrir de Occidente es el de su corazón cultural, se impone un análisis de lo que significa cultura y de cuál es la textura de ésta, antes de pronunciarse acerca de su ocaso. Por eso, el libro ha necesitado una primera parte, dedicada a esta cuestión. Permítame, entonces, que resuma primero este asunto tal y como lo he interpretado. La cultura, es decir, el suelo nutricio más básico de la civilización, posee la forma de un caosmos. Tomo prestado este término, sobre todo, de G. Deleuze y lo adapto al análisis. Quizás una imagen valga aquí más que mil palabras. Imagine el lector que está lanzando una mirada a su fondo personal. O, más cabalmente, ponga en marcha esa mirada. Encontrará fuerzas, es decir, tendencias que se disponen como flujos: deseos, aspiraciones, temores, proyectos vitales, modos pasionales de actuar o reaccionar, etc. Tales fuerzas son dinámicas, están en devenir. Y, esto es lo más importante, están relacionándose entre sí, cruzándose, enmarañándose recíprocamente en un haz que se mueve como una ameba. Todo ese haz de fuerzas en movimiento pertenecen al ámbito de lo invisible: nadie, por ejemplo, ha olido, visto o tocado un deseo. Su visibilidad reside en el modo como tales fuerzas se materializan o corporeizan: en gestos, en acciones, etc. que todo el mundo ve o palpa tangiblemente. A la vista de todos, el lector es ese conjunto de acciones o posicionamientos. Pero en la otra cara, las fuerzas a las que me he referido caminan abigarradamente sin dejarse contemplar directamente: se experimentan. «Abigarradamente»: ¿significa esto que se disponen arbitrariamente? No. Van creando un orden, aunque esté cambiando constantemente. Es proteico. Y ese orden no está regido por una regla general. La regla va surgiendo en el desplazamiento mismo del conjunto. Eso es un caosmos, un orden que no es ni caos ni Kosmos (orden preestablecido) o cuadratura matemática. Pues bien, la cultura es un caosmos de propensiones supra-individuales, pues está formada por los individuos pero es un conjunto mayor que la suma de todos ellos: no existe ahí una instancia central, ningún general que emita órdenes de comando. La cultura somos todos, pero ella adopta un movimiento que trasciende la voluntad de cada uno de nosotros y nos introduce en una inercia. Añadamos ahora otra mirada. El caosmos cultural es pre-individual. En esto he seguido a G. Simondon, adaptándolo también al análisis. En usted, querido lector, están fluyendo deseos, pasiones, temores, etc., como he sugerido, de forma caosmótica. Entonces usted es uno en su individualidad visible, pero muchos en ese mundo pre-individual que está en usted, o mejor, que es su otra faz, la invisible. De forma análoga, el caosmos cultural posee dos caras, una en superficie: unidades como instituciones, grupos ideológicos…; otra en profundidad: el enmarañado conjunto de tendencias, modos de interpretar, et.. Lanzar una mirada a la cultura, al corazón de la civilización, es intentar aprehender, captar, esa cara invisible. ¿Somos propensos a hacer esto en la actualidad? A mi parecer, no. Propendemos a mirar una cara, la más superficial, allí donde el caosmos invisible se hace visible: esta institución, este partido político… ¡Y siempre como unidades que actúan así o de otra manera! Ya hemos dejado, con ello, huérfana a la cultura en su profundidad, pues discurre sin el apoyo de nuestra mirada, que podría prodigarle muchos cuidados y rectificaciones. Empezamos la casa por el tejado, como se dice. Respecto a los cimientos, pareciera que algún dios maligno nos hubiese prohibido su contemplación. Es más, tal y como se hallan conformados los poderes concretos del presente, si alguien osa dirigir allí su mirada, es inmediatamente, de una forma o de otra, tachado de abstracto, persona que se complica la vida, iluso, y en el ámbito académico, de metafísico. En fin, un extravagante con el que, a lo sumo, hay que tener compasión o condescendencia. Realicemos un tercer añadido. ¿Hacia dónde se dirige ese anónimo caosmos invisible de la cultura? Querido lector, para continuar con el símil, ¿hacia dónde se dirige su caosmos invisible? Está claro que sus proyectos concretos y sus deseos conscientes tienen una dirección precisa. Pero no hablamos de eso. Ahí nos situamos en la cara visible. ¿No tiende ese enmarañado conjunto de fuerzas en su interior —que es su otra cara— a crecer, a intensificarse, a promover una vida más exuberante, rica, potente? Eso ocurre en la cultura. La cultura (aquí se hace patente el influjo de Nietzsche) no se dirige a ningún fin concreto en su fondo caosmótico, sino que propende a hacerse más digna y potente en la vida, por caminos imprevisibles. La vida tiende a su autosuperación, no a la mera supervivencia como mantenimiento de sí en un modelo estable. Hay un ser salvaje en ella, es decir, un impulso no susceptible de ser sometido a regla y tendente a desbordarse a sí mismo de modo cualitativo. En ella vibra una tracción que la lleva a autotrascenderse, a ser más amplia, más lúcida, más potente, entendiendo por «potente», no «dominante» sino más bien «intensa». La vida de la cultura aspira a más vida, a una vida cada vez más intensa. El que Occidente haya rebajado su devenir a la mera supervivencia (mantener la vida simplemente, y mantenerla de un modo cada vez más seguro, promocionando el tener cosas y más cosas para sostenerse, es ya un signo de que anda mal. ¿Por qué, si no, nos encontramos, a pesar de tanto desarrollo técnico-material, como incómodos y encerrados, enjaulados, de una forma oscura que difícilmente sabríamos aclarar? La vida nos pide rebasar un límite tras otro, cambiarnos, transformarnos en otros, pero ello está prohibido por el modo de ser civilizacional en el que estamos inmersos. De ahí, en parte, el malestar en la cultura.
Si el lector me concede un poco de paciencia, intentaré señalar un último rasgo de la cultura, que es crucial. Una civilización posee estratos. El más profundo es este, el cultural. Pero existe también el socio-político. El socio-político sería como la encarnación concreta, visible, de la cultura, que es invisible. Tendencias culturales cobran forman en estructuras sociales y políticas. Entre mundo cultural y mundo socio-político no existe un dualismo. Son haz y envés. Haz y envés, pero heterogéneos, diferentes. Por lo demás, son irreductibles la una a la otra y ambas poseen esta dimensión no reglable que las propulsa a transformarse continuamente para satisfacer su inquieto anhelo a más vida (rhythmus, como he dado en llamar en el caso de la primera, y hatitus en la segunda, tomando la expresión de P. Bourdieu). Unidas en su diferencia, la cultura y su otra cara, el mundo sociopolítico, conforman un dinamismo que se autoorganiza. La problematicidad que encuentran en su movimiento despierta en ellas un motor resolutivo que introyecta en el conjunto modificaciones, alteraciones, demandadas por la aspiración a más vida. El mundo cultural-socio-político de la civilización tiende, de este modo, a auto-generarse. Es autocreador.
Insisto en que no quisiera abusar de la paciencia del lector. Por eso, abandono muchos detalles y paso ya a la otra cuestión, que se despliega en la segunda parte del libro. ¿Por qué está Occidente en un ocaso? Lo que acabo de intentar esclarecer permite ya dos respuestas. En primer lugar, porque Occidente se contradice a sí mismo, al poner toda su energía en la mera supervivencia cuantitativa, siendo así que su fondo le demanda intensificación cualitativa en su modo de vida. En segundo lugar, porque ha centrado obsesivamente su interés en el estrato socio-político. Siendo absolutamente necesario este interés, parece que se toma como suficiente. Analizamos procesos políticos, como el de la representación, el de la estructura democrática o el de la corrupción institucional. Analizamos procesos sociales, como los del consumismo, el culto al cuerpo o las formas posibles de organizarse colectivamente. Y todo ello es, como digo, necesario. Ahora bien, olvidamos que de ese modo estamos colocando todas las causas de nuestros problemas en un único estrato, el visible. Mientras tanto, están ocurriendo procesos en la cara invisible, en la cultural. Por ejemplo: que Occidente está impulsado por un oscuro deseo de dominar sobre la tierra entera, que ha perdido ideales de excelencia heroica (tan habituales en la Grecia clásica), que cree en lo absolutamente nuevo y desprecia lo antiguo, que está conducida por un tipo de racionalidad puramente estratégica o instrumental, que no se interroga por el tipo de unidad que la haría más noble o que convierte a todo lo que toca en existencias, es decir, en cosas que, como productos, deben estar siempre a la disposición arbitraria del ser humano, por acabar aquí un elenco de fenómenos muy extenso. ¿Qué ocurre entonces? A mi modo de ver, que la crisis espiritual de la cultura, al no ser abordada con valentía, le lleva tanta ventaja a la crisis socio-política que por más que cambiemos esta última, no habremos transformado nada esencial. Nos invadirá la frustación. Y nos la merecemos.
El ocaso, más allá de estas dos apreciaciones, consiste en el desfallecimiento del poder autocreativo de la cultura civilizacional (y de su cara socio-política) en nuestra época. Su textura caosmótica, como he intentado explicitar, la empuja a auto-crearse y a transformarse cualitativamente, siempre hacia la exuberancia de vida. Ahora bien —y esta es quizás la tesis central, articuladora, del libro—, puesto que está cegada por un crecimiento sólo en cantidad y no en cualidad, por un prosperar en la mera supervivencia material, se opone, ella misma, a la auto-generación o auto-creación en profundidad. Tal contradicción en su propio ser genera en ella patologías civilizatorias. Se adivina ya que dichas patologías no deben ser entendidas como desviaciones respecto a una supuesta normalidad, sino como una vuelta autodestructiva. Expandiéndose únicamente en cantidad (y a un ritmo espeluznante) Occidente tiene que desarrollar mecanismos al servicio del crecimiento cuantitativo. Y tales mecanismos no son ya ese tipo de relaciones diferenciales de fuerza en un conjunto caosmótico auto-inventivo, sino reglas que han de regir como leyes capaces de anticipar, calcular y lograr metas con una eficacia bien controlada. Pues bien, tales reglas penetran en el subsuelo cultural y sustituyen al dinamismo irreglable de la autocreación. Se puede decir, pues, de un modo general, que se produce una generación de sí que devora su propia generación. A este fenómeno aporético, paradójico, de las enfermedades colectivas, lo he llamado génesis autófaga: una génesis que devora la génesis, un devenir que devora las fuerzas del devenir creativo.
¿Qué tiene que ver este estudio con tu anterior libro, Ser errático? Una ontología crítica de la sociedad? ¿Qué es, en pocas palabras el ser errático?
Ser errático intentó fundamentar una comprensión del ser humano, en cuanto tal, que subyace a El ocaso de Occidente. En aquel libro era necesario comenzar preguntando: «¿Qué es el ser humano?» Sin responder a esa pregunta no se puede continuar estudiando el mundo cultural o socio-político de Occidente. Así que los dos textos se complementan. El primero posee un carácter más ontológico, entendiendo por ontología el estudio de los supuestos del ser de algo (en este caso, el ser humano), aunque ya avanzaba estudios aplicados. El segundo presupone al anterior y expande la investigación a la forma en que el ser humano (que es errático) vive en la civilización occidental, mediando la ontología ya de forma más elaborada con otras disciplinas, como la sociología, la psicopatología, la antropología o la politología. Ambos textos se pueden leer independientemente, pues me he visto obligado a recordar en el segundo lo más central del primero. Pero me parece que el lector de El ocaso, si ha quedado interesado por las cuestiones que se plantean en él, puede encontrar en Ser errático problemáticas que están supuestas en dichas cuestiones e intentos de justificación en el marco amplio de la filosofía contemporánea.
El término «errático» ha adquirido en nuestra lengua un predominio de su acepción peyorativa: significa algo así como andar a la deriva, sin rumbo, descarriado. Y este significado está contemplado en aquel libro de 2009, pero sólo como destrucción del ser errático genuino. En la Grecia clásica se llamaba «erráticos» a los cuerpos estelares que no seguían una trayectoria fija. Desde esa fuente, podemos decir que el hombre es errático en la medida en que está abandonado a su propia libertad auto-creadora. No posee un lugar preestablecido en el ser y no se conduce según leyes determinantes, sino que crea su propia trayectoria y sus propias reglas. He intentado justificar y matizar esta errancia del ser humano esforzándome en mostrar que él es una tensión entre dos instancias, heterogéneas entre sí pero formando una unidad, una unidad discorde: una céntrica y otra excéntrica. Un ejemplo quizás permita comprender con facilidad lo que quiero decir. El ser humano es siempre en un mundo. Digamos que es en Granada. Pues bien, si no realiza un acto de inmersión en la ciudad, situándose céntricamente en su modo de ser, no la comprenderá, tendrá sólo una imagen externa de ella. Pero, al mismo tiempo, si se sumerge en Granada hasta tal punto que ya no se extraña de nada, tampoco la comprenderá, sino que la habitará ciegamente. Este segundo acto de extrañamiento es ex-céntrico, pues implica un salir del habitar céntrico y experimentar la ciudad como si fuese la primera vez, perplejo y admirado. En general, el ser humano habita siempre en mundos concretos (una cultura o una situación cualquiera), está hundido en ellos, pero, al mismo tiempo, si está en ellos lúcidamente, se distancia pasional e interrogativamente, con lo cual ya ha germinado en él una auto-extracción, una auto-extradición. Ser errático significa estar, simultáneamente, dentro de un mundo y extrayéndose hacia lo que lo que lo desborda. Quiere decir esto que el ser humano no tiene un lugar determinado en el mundo, sino que es un puente, un tránsito, entre un mundo al que pertenece y del que está saliendo y otro al que se dirige y que no es todavía. Es una brecha, el caminar mismo entre posadas (como D. Quijote).
En El ocaso de occidente esta conformación paradójica está subterráneamente presente: la comunicad es la dimensión céntrica de la cultura, el pueblo su dimensión excéntrica. Un pueblo es llamado a constituir una comunidad y, aunque lo haga, siempre está impulsado a trascenderla hacia otros confines. La cultura, en su cara profunda es excéntrica: tiende a desbordarse continuamente en exuberancia. Su forma precisa en que se organiza social y políticamente es céntrica, pues ésta ha de contener la locura productiva de la cultura (que es ex-pedición infinita) en unos márgenes prudenciales. Entre la centricidad y la excentricidad del ser humano existe una lucha trágica que no cesará jamás y que es la potencia que lo dinamiza y lo impulsa siempre más allá de sí. Si la potencia ex-céntrica muere, adviene, en el caso de la civilización, el ocaso.
Dinos dónde podemos ver ese ocaso, algunos ejemplos que podamos reconocer.
Uno. Nuestro ideal de «progreso» es, como he dicho, meramente cuantitativo, estratégico, tecnológico o instrumental y, puesto que está espoleado por la ambición de dominar a la tierra entera, exige en la sociedad una organización funcional férrea y un ritmo muy veloz. Tanto, que hagamos lo que hagamos, siempre nos experimentaremos en deuda respecto a ese futuro al que tan frenéticamente nos arrojamos. Siempre nos sentiremos carenciales y, por tanto, impelidos a suplir la carencia en el curso de un estrés cada vez más insoportable. Pero la cultura en profundidad nos pide, no vivir carencialmente y en deuda, sino desde nosotros, auto-gestionándonos y moviéndonos por exuberancia de creación. Génesis autófaga en la civilización. Excentricidad falsa, aparente, que fortalece una centricidad marmórea. Dos. Cada ser humano posee, en el seno de la cultura pujante, un anhelo de excelencia. Como Aquiles en la Ilíada, lucha, no por su subjetividad empírica, sino por el tipo de ser que admira y del que él se considera sólo un intento de ejemplo. Pero los tipos de excelencia son sustituidos, hoy, por modelos a imitar. Génesis autófaga. Excentricidad baja, miserable, no dirigida a dar la vida por aquello excelente que está por encima de mí, sino a prosperar en el mundo de la copia competitiva. Tres. La democracia encuentra una «crisis» y so pretexto de sacarnos de ella afirma que hay que adoptar «medidas de excepción». Pero como el modo actual de la economía implica, como ha mostrado Toni Negri, microcrisis continuas, la excepción se convierte en regla. Y un estado permanente de excepción es un totalitarismo. Democracia, pues, totalitaria, génesis democrática autófaga. Ex-centricidad como huída hacia adelante, desatendiendo los verdaderos problemas. Cuatro. El «saber» se tiende a identificar en nuestra cultura con el acumular información. Pero ninguna cantidad de información garantiza un grano de sabiduría. Pretendiendo ser sabios devoramos la sabiduría. Génesis autófaga. Excentricidad que nos dispersa en la inmensidad de lo in-formable, de lo puramente acumulable en bites de informaciones. Cinco. Ha penetrado en la cultura occidental el pathos de lo novedoso. Pero todo lo nuevo se hace viejo con tan sólo aparecer. Estamos dirigidos, más que a crear algo nuevo, a desechar lo nuevo en pos de algo más nuevo. Política de los desechos. Génesis autófaga de la novedad creativa. Excentricidad hacia lo inexplorado que nos deja céntricamente en el mismo lugar, una y otra vez: en la creación de desechos. Y sobre todo, desechos humanos. El lector puede continuar por sí mismo si he logrado mostrar cuál es la lógica perversa que rige todas las manifestaciones del ocaso de Occidente.
¿Qué podemos hacer contra ese ocaso?
Esta pregunta me ofrece la ocasión de mostrar cuál es el poder más crítico de la filosofía. La filosofía no proporciona recetas. No comienza con un diagnóstico y después culmina con una solución. El diagnóstico, él mismo, es la solución. Un ser humano se encuentra enjaulado, pero teme salir de su jaula: ella lo seduce con cantos de sirena. Olvida que está enjaulado. Imaginemos que adquiere lucidez y repara en que, efectivamente, está enjaulado. Ya está la solución. Lo veremos forcejear contra los barrotes como una fiera. Por eso he sostenido en el libro que el inductor de la crisis es la necedad. La necedad no consiste en la falta de inteligencia, sino en el colapso de la lucidez necesaria para re-conocer la situación de base en la que nos encontramos. La solución es así de sencilla: el ocaso desaparece reconociéndose ocaso. Pero, al mismo tiempo muy difícil. Difícil porque exige la valentía y el coraje necesarios para dirigir la mirada al trasfondo cultural de nuestra civilización occidental, para resistir a los cantos de sirena y amarrarnos con una fuerte correa al mástil del barco que somos, bogando en la más ancha de las rutas, como Ulises; exige el coraje y la valentía necesarios como para admitir que somos una flecha hacia un infinito sin nombre y, por eso, que nuestra dignidad y nuestro ser entero se juega en la capacidad para metamorfosearse, pues la auto-creación implica morir y renacer sobre nuestras cenizas una vez y otra. Por eso es tan difícil, porque, en el fondo, deseamos permanecer en paz, cómodamente insertos en una centricidad sin excentricidad: no queremos lo que realmente queremos; somos, hoy, en nuestro ocaso, seres autófagos.
Por lo demás, en el libro he procurado justificar que hay, al menos, tres caminos en germen hoy por los que podríamos transitar: la imagen del mundo barroca o neobarroca (más arraigada en el ámbito latino-íbero-americano), porque es reacia a toda reglamentación del subsuelo caosmótico de la vida; el pensamiento trágico, porque nos ayuda a comprendernos como tensiones entre fuerzas, tensiones creativas y generadoras de tristeza serena y elevada (melancolía en un preciso sentido, muy hispano); finalmente, una ética orientada al florecimiento de la lucidez, porque el filósofo no es nada más que el hombre que despierta.
¿Qué otros libros y autores te han inspirado en este análisis?
Como he mencionado, G. Deleuze y G. Simondon han sido fuentes de inspiración fundamentales. Pero en general me ha inspirado toda la filosofía del siglo XX. Quien se introduzca en ella, al menos en la continental, se quedará perplejo. Pues todas las corrientes filosóficas del mundo contemporáneo, aunque estén enfrentadas en sus postulados, coinciden en realizar un diagnóstico nefasto sobre el rumbo de Occidente. Todas ratifican la sentencia nietzscheana: el desierto crece.
Dinos cinco libros imprescindibles según tu opinión, libros que recomendarías
Clásicos contemporáneos sobre cuyos hombros caminamos (o deberíamos caminar). La recomendación sería toda la obra de algunos autores, pero mencionaré las más directas y accesibles al lector no especializado. De M. Heidegger, Conferencias y artículos; de M. Horkheimer y Th. W. Adorno, La dialéctica de la ilustración; de M. Foucault, Microfísica del poder; de G. Deleuze, Mil mesetas; de G. Simondon, La individuación. Uno más: de J. Derrida, Políticas de la amistad.
¿Qué relación hay entre la poca presencia de la Filosofía en los últimos planes educativos y ese ocaso?
Hoy se quiere formar para ser eficaz y, cada vez con mayor intensidad en el mercado de trabajo, como si el saber fuese una mercancía. Es prácticamente imposible hacer de la filosofía una mercancía o una herramienta eficaz. Entra, entonces, en la política de los desechos: es desechable. Pero la relación más importante, creo, es la siguiente. Como he dicho, el ocaso necesita su diagnóstico y el diagnóstico ya es la solución. Pues bien, eso lo hace la mirada filosófica, que todos portamos. Occidente no quiere lo que quiere en el fondo: despertar. Prefiere mantenerse en su ensueño de prócer del mundo y en su repudiable obsesión con la comodidad y la seguridad. Es lógico que tema a la filosofía, que vea en ella al enemigo más implacable, al enemigo que obliga a Occidente a confrontarse consigo mismo, a mirarse a sí mismo, a adquirir lucidez sobre la jaula que ha creado, pacientemente, para él. La posición filosófica nos convierte en felinos. Las fuerzas que actúan como celadores de nuestro enjaulamiento estarán siempre contra la filosofía. Por miedo, por arrogancia, por estupidez.
¿Cuántas veces has tenido que contestar la pregunta “¿para qué filosofía?” ¿Y bien…?
Con esa pregunta, ante la que he tenido que mantenerme en pie muchas veces, hay que tener, pienso, bastante cuidado. En muchas ocasiones es lanzada desde la candidez, por ejemplo, de un joven que comienza su trato con la filosofía o de un niño que ha escuchado la palabra e inquiere ingenuamente. En esos casos no hay razón para sentirse ofendido. Puede uno escuchar debajo otra pregunta más adecuada, que no ha subido a la superficie con la suficiente claridad: «¿qué es la filosofía?». En tales situaciones nos encontramos ante una cuestión importante y basta con responder que tal pregunta es ya filosófica y que viene rodando desde hace siglos en el curso mismo de la filosofía, añadiendo que lo correcto no es formular un «para qué sirve». Pues la filosofía no posee ninguna utilidad, en el sentido pragmático del término. Es más, qué signifique «útil» es ya una cuestión filosófica. Se puede tomar la pregunta inicial, a la vista de esto último, como una ocasión para mostrar que el que interroga así está siendo filósofo y que el problema no es de uno, sino suyo y de todos, en la medida en que, como he dicho, todos somos filósofos. En cualquier caso, aunque se sospeche que la pregunta ha sido realizada con oscura intención, hay que reconocer que, por lo menos ha sido expresada. Basta, de nuevo, con devolverla: «usted está interrogando de tal forma que presupone un significado de la expresión “servir para”. Cuestiónese esto último, dígase a sí mismo “¿y qué es “ser útil”. Entonces ya tiene la respuesta, pues ha encontrado un problema que el mundo que lo rodea ha resuelto excesivamente rápido y tendrá que pensar acerca de ello. Para eso sirve la filosofía. Para interrogar y mantenerse despierto». Los casos más frecuentes, por desgracia, son aquellos en los que la pregunta no se realiza de forma franca y expresa, sino en silencio y con oscura intención. La pregunta la realiza un gesto, un comportamiento, una acción. En estos casos, lo más habitual es encontrar en el otro un reproche o un desprecio que no tiene la valentía de manifestarse. Su origen, a mi juicio, está en el resentimiento, unido a una relación ambigua de amor-odio hacia lo filosófico. Por un lado se lo admira —a lo filosófico— en lo más profundo. Por otro lado, se lo toma como algo ajeno, propio de especialistas arrogantes. Quien actúa de ese modo siente algún tipo de impotencia y reacciona despreciando porque, como diría Nietzsche, necesita vengarse de aquél que lo está confrontando con su vacío. Pero, aun así, se trata de personas en particular. Y la ocasión puede ser aprovechada también a favor de la filosofía, no manifestando ningún enfado resentido. Pues la filosofía y el resentimiento son completamente incompatibles. Lo más doloroso es, pues, la encarnación de esa pregunta en ese tipo de silencio colectivo que va unido a prácticas que, de hecho, intentan poner fuera de juego a la actitud filosófica. Ese desprecio silencioso es lo más hiriente, pues constituye la voz clara y nítida del ocaso. Una vez más, el filósofo, que no es más que el ser humano despierto, ha de prohibirse contundentemente, ante la contemplación de tal ignominia, cualquier forma de actitud resentida, que es el síntoma de un alma baja y huera. El filósofo ha de saber soportar su soledad y, explotando las potencias de la soledad, comenzar a trabajar, es decir, a mostrar y dar testimonio de lo que todos somos y de lo que está por encima de nosotros: de la filosofía. ¿Y cómo? Interrogando.
«El Ocaso de Occidente» de Luis Sáez
Entrevista realizada por Francisco Dorado Cuenca